Monday, June 03, 2013

Entonces lo supe. Él me estaba mirando ahí parado y depié, que en algún sitio son la misma cosa. Quieto y parado y callado y mirándome. Y yo sabiéndolo sin querer. Sin saber quererlo.

Él me miraba y era de noche, o era un bar de esos en los que siempre es de noche, con grasa en las paredes, alcohol en el aire y luz mortecina. Olía a calamares y yo no podía parar de pensar que aquél no era un sitio donde una mirada pudiera descifrar tu futuro. Pero sí. Olía a calamares, estábamos borrachos y había un señor tripudo sentado a nuestro lado, y más allá, junto a la puerta, un perro viejo tumbado, no había moscas porque aquel año no tuvo verano. Él me miraba, yo lo sabía y cada vez me sentía más atrapada en una felicidad que no era la mía. Y mi risa nerviosa y el camarero "¿otra, pareja?" y tanta felicidad abalanzándose sobre mí de golpe y entonces yo en silencio. Mirándolo. Quieta, la banqueta en equilibrio.

Todo el laberinto de excusas y mentiras, algunas piadosas, otras sólo mentiras, de planes alternativos y camas vacías en una punta de la ciudad que se llenan en la otra; el laberinto de bares cerrados y calles oscuras y todos los Metros que recorren Madrid un día cualquiera a primera hora de la mañana, conmigo despeinada y tanta gente de bien yendo a trabajar. Todo eso había sido divertido y había sido mi vida. Pero ya no servía para nada.


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