Friday, May 04, 2012

Cuaderno de viaje.

Es viernes por la mañana y esta línea de Metro recorre el centro de la ciudad. No es hora punta, pero tampoco las 10 de la mañana, y el vagón está razonablemente lleno.

La señora de enfrente lleva una maleta tres veces más grande que la tuya, quizás esté de paso, quizás se vaya de vacaciones. Todos te parecen guapos, el niño dormido que va dando cabezazos contra la pared, el  chico convenientemente despeinado, desaliñado en su justa medida, que lee un libro en inglés arrugado en las esquinas, de tapa blanda, e incluso el señor de oficina, con su gabardina de oficina y su paraguas de oficina, con el pelo perfectamente recortado alrededor de la calva que estudia meticulosamente la guía del ocio. El turista alemán en compañía de su madre que pronuncia "Tribunal" marcando demasiado la b, los turistas de algún país del Este que se incorporan en Sol, y aquella turista prototípica, de mochila en su justa medida, cazadora Columbia y deportivas impolutas que escucha perpleja cómo la voz dice "atención, estación en curva, al salir, tengan cuidado para no introducir el pie entre coche y andén". De pronto, entra un acordeonista y su bullicio, el chico desaliñado se marcha en Tirso de Molina, la señora pegada una maleta en Atocha Renfe, cómo no. Y entra un quinceañero con la mirada de estar haciendo pellas y la sonrisa de satisfacción.

Haces transbordo y llegas a tu destino, que no es otro que una estación destartalada y que nunca parece dormir, siempre atestada de gente y con algún servicio fuera de servicio, y ese mal olor tan incómodo. Sonríes y tomas asiento, y empieza el desfile de luces y colores. De rascacielos de oficinas que reflejan los rayos de sol entre las nubes, de los charcos de una ciudad a la que le hacía falta limpiarse, los semáforos perfectamente coordinados y los conductores perfectamente tramposos. Las acacias con troncos oscuros, los abedules con troncos blancos. Y empiezan las urbanizaciones a las afueras, y luego los pueblos y las vías del tren, los adosados y los chaletones aislados, las fábricas, las granjas, las autopistas y la nada. El peaje. Y el gris que hace que el verde sea tan bonito, y de pronto los parches amarillos en el campo y ancha es Castilla, y las carreteras de doble sentido, la parada en Medina del Campo, el polígono de tiendas de muebles de Medina del Campo, la estación de Tordesillas y tú pensando "guau, aquí se repartieron el mundo allá por el siglo XV", más campos, más lluvias. Los horizontes lejanos en mitad de la Meseta, salpicados de árboles y los pueblos a lo lejos sufriendo diluvios y quién sabe si naufragios.

Una rotonda, una gasolinera, un centro comercial. Es la entrada de cualquier ciudad. Se para el motor. Hemos llegado.

1 comment:

Beauséant said...

no conviene juzgar a las ciudades por sus presentaciones, conviene intentar conocerlas, aunque algunas sean más puñeteras que otras ;)